viernes, 27 de julio de 2012

 Mi madre me enseño a leer.
Mi madre me enseñó los libros 
y me traspasó su amor hacia ellos. 
No tuve elección, fue su herencia.
Mi madre me dijo que con los libros yo nunca estaría sola.
Me enseño a cuidar de mis ojos adueñándome de ellos
como el lugar más preciado, el más nítido.
Me explicó que si alguna vez fallasen los oídos,
no sería tan grave, poco me perdería, 
todo lo que valía escuchar se había escrito
y lo rescataría con mis ojos.
Me dijo que si alguna vez fallase la voz, no sería el fin. 
Recibiría el sonido exterior sin devolverlo 
y nadie lo echaría en falta, menos yo.
Estaban las palabras para ser ejecutadas: 
por mis oídos las que ya estaban concebidas, 
por mis manos las que quisiera inventar. 
Al final,
sin mencionar siquiera otras carencias como el olfato o el gusto, 
mi abuela me dijo que ignorara la sordera y la mudez si llegasen a acometerme, 
que la única falta total era la ceguera.
Que cuidara mis ojos. 
Sólo con ellos podría leer.
Sólo ellos me salvarían de la soledad.

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